El templo del fútbol sudamericano se rindió a tus pies infinitas veces,
mientras ondeaba tu diez azul y oro cada vez que pisabas el césped. Ese dorsal
que va a quedar tatuado para siempre en tu espalda va a ser tu insignia
personal, junto con tu pegada en cada tiro libre, tu juego milimétrico y tu
paso cansino que anunciaba con escalofriante agonía el porvenir de una jugada
de otro mundo. Para siempre vas a ser nuestro ídolo, Román. Vas a ser eterno.
Para la generación de los noventa, nuestra memoria futbolera empieza con
tus primeros caños en La Bombonera. Y a mis cortos cinco años, festejaba con
apenas conocimiento de lo que significaba una red inflada después de un
pelotazo de gol. El grito de festejo venía después de una corrida mirando a la
tribuna y un puño apretado que se elevaba por sobre la camiseta azul y
amarilla. Así nació nuestro amor. Desde la infancia, así nació nuestro romance.
Tus jugadas clavadas en las retinas de los pibes de mi edad nos educaron sobre
lo que es jugar al futbol. "Así, nene. Así se hace" decía mi viejo.
"Así se juega a la pelota". El empeine, los ojos achinados,
descifrando la distancia a correr, calculando la velocidad que imprimir,
dibujando la dirección que tomar. Fuiste el primer profesor para nosotros. Y
cuando cobraba sentido el juego y se volvían más claros los momentos en los
cuales contener el aliento frente a alguna de tus jugadas, o cuando
intentábamos ir al unísono con la tribuna sabiendo el momento apropiada para
entonar un ole espontaneo, los mecanismos oscuros del deporte te llevaron a
tierras lejanas.
No te entendieron Román. Jugar en el patio de tu casa no es lo mismo que
arrastrar la pelota en una alfombra de césped perfecta. Acá te sabías las
trampas del terreno, tenías tus espacios marcados. Conocías cada secreto del
césped imperfecto que enmarcaba tus pinceladas, que amortiguaba la caída cuando
los rivales te ponían la traba... o un compañero extasiado te tiraba al piso
después de presenciar alguna de tus obras maestras y quería gritar con vos. No
te pudieron transformar en una mercancía que vender. Como algunos otros, sos de
un mundo viejo donde la pelota a tus ojos es de trapo y los arcos son troncos
precariamente colocados. No servías como engranaje comercial para los
devoradores del dinero. Pero el futbol como estandarte siempre te llevo de la
mano en un desfile de jugadores de técnica exquisita. Te volviste un futbolista
técnico, de pegada brutal, de visión implacable en el campo de juego. Pero en
el barrio te extrañábamos. Aunque se nos escapaba una lágrima al saber que el
hijo prodigo era reconocido en otros mundos, era una cuestión de tiempo para
que se te trabara la respiración con nostalgia. Te admiraron en tierras
catalanas donde quisieron tenerte por la humillación propinada a esos fríos de
la Casa Blanca un tiempo atrás. Y te celebraron en Valencia cuando parecías ser
el
capitán de su submarino. Pero nunca fue lo mismo. No nos olvidamos de ese
primer amor, caprichoso y platónico, que se disfrutaba en la agonía de no
tenerlo.
Vientos de cambio te trajeron de vuelta a La Boca, donde esperábamos con
ganas enfermas la vuelta del alumno perdido que por caprichos del destino se
había puesto otras camisetas. Vení, Román. Acá es tu casa Román, acá está tu
jardín, tu pelota, tu arco. Acá está tu gente. Despojados de las presiones de
la primera vez, la experiencia te hizo un caballero. Saliste a cada batalla con
capa y espada a defender a los tuyos. Nosotros, admirados, sin poder creerles a
los ojos, éramos testigos de tu magia. Pero la verdad es que cuando se trata de
ídolos, los eras solo de Boca. Ni con la celeste y blanca les alcanzaba a esos
ingratos. Lástima nos daban esos que no disfrutaban de tenerte de su lado
de vez en cuando. Pero nosotros, tus fieles soldados, nos hincábamos de
rodillas ante tu grandeza. Nos volviste a enseñar tus proezas, levantando
Libertadores, sacando pecho entre cariocas y charrúas. Volvimos a aprender de
futbol. Y como un perfecto idiota enamorado, enceguecido por el trance de tu
seducción con la pelota, los hinchas hicimos oídos sordos a las palabras
insensibles. Porque como profeta inmerecido, solo los bosteros sabíamos que
tenerte era una suerte y no un castigo.
Que ingrato corazón que fuiste cuando parecía que te ibas, que era hora de
una siesta para soñar tiempos mejores. Después de esa Libertadores que se nos
escurrió entre los dedos, la peor daga que nos podía atravesar no era perder la
copa sino irnos con derrota y sin enganche después de la final. Desesperados
algunos nos enojamos porque no encontramos explicación sensata a lo que parecía
ser una traición. Pero con el tiempo entendí, por más que me haya costado, que
tenías que cuidarte de lo que te hacia mal. Algunas palabras estúpidas se las
creyeron los olvidadizos y otros con mucha memoria pero poco sentido común.
Pero ese enojo transitorio ya iba a pasar.
Y así fue, cuando a fuerza de gambetas, tiros libres y asistencias,
volviste a ser el de antes, el de siempre. Coronar tu vuelta con la de tu
maestro parecía irreal. Y más para nosotros, los pibes de los noventa, que
teníamos recuerdos borrosos de los años dorados. Era la esperanza de revivir y
que el recuerdo fuera experiencia más nítida, más carnal, más real que un
puñado de videos que el tiempo borra y vuelve difusos. El presente fue injusto.
Sembraste por tantos años, pero la cosecha no fue más que un puñado de
burócratas famélicos de poder y fama que te arrinconaron y te hicieron confesar
tu amor por la camiseta más allá de cualquier nombre. No lo toleraron. No
sabían que hacer con vos. Y después de robar, mentir. Y después de mentir,
matar. Quisieron matarte. "Pero nadie puede matarte en mi alma". Esos
son los que no tienen mérito para vestirse de gala los doce de diciembre. Son
rivales en tu chancha. Son molinos de viento que soplan pero no son más que
eso. Viento. Va a pasar el tiempo y la corriente en contra se nos hará a favor.
Esos rivales son los enemigos que no te merecían. A nostros, los hinchas, todo.
A ellos, nada.
Qué horror verte con otros colores, Román. Con esos, con cualquiera que no
fuera el azul interrumpido por una franja amarilla. Pero ahí lo entendieron
todos. Los propios y los ajenos. Que el amor que más imprime en la piel y en la
memoria es el primero de todos. El tuyo. Que tu puño apretado en frente de la
Natalio Pescia va a ser siempre la insignia del pueblo pujante de La Boca. No
nos olvides, Román. Nosotros no vamos a hacerlo. Que difícil va a ser el
domingo volver al Templo, para comulgar con los hermanos pero que falte el
maestre. Que difícil no volver a verte.
Gracias. Gracias eternas. Gracias por siempre. Ah, y no seas cruel, Román.
No nos dejes nunca. La tribuna va a estar siempre agradecida. No solo por tu
talento irreproducible o por tu legado imborrable, sino por convertirnos a la
religión a un grupo de paganos que no creyeron en Dios hasta verte apilar
rivales.